jueves, 13 de noviembre de 2008

De igual a igual

Por Juan Lopez

La Antropología es la ciencia social que estudia al hombre, más precisamente al “otro”, entendido como desigual a nosotros. Durante la historia de esta ciencia, el objeto de estudio ha sido modificado: al comienzo se entendía al otro como diferente, luego como distinto y finalmente como desigual. Más allá de estas divisiones, la característica que siempre se mantuvo fiel al “otro” fue la discriminación. Es así como encontramos hechos de racismo a lo largo de toda la historia humana, aun antes de la creación de la Antropología.
Resulta imposible no relacionar los hechos de violencia, mal trato, discriminación y segregación con el sistema económico reinante, es decir, con el Capitalismo. Un sistema que crea cada vez más pobres y cada vez menos ricos pero con más poder necesita de una justificación ideológica para mantener su subsistencia. La construcción social del racismo responde a un hecho en concreto: concientizar a las personas de que el pobre merece ser pobre, de que el negro nació para ser pobre y de que el blanco siempre tuvo, tiene y tendrá el poder político en sus manos. Para ello, todo un sistema de prejuicios fue ideado basándose en la representación social del “otro” como extraño, enigmático, exótico e inquietante.
El Capitalismo necesita de estos conceptos para poder justificar la exclusión a la que se ven expuestas miles de millones de personas. El sistema económico es sinónimo de exclusión, necesita de ella para continuar reinando, para seguir utilizando mano de obra barata cuando es necesario o para tercerizar la responsabilidad de los debacles financieros que el mismo sistema crea. El racismo manifestado como discriminación, como segregación y como violencia genera seres humanos que quedan en desigualdad de oportunidades con respecto a quienes forman parte de este siniestro proyecto.
El capital no mide cantidad de muertos, no le interesa la calidad de vida de los africanos, no sabe de los miles que mueren por día de desnutrición cuando de salvar su pellejo se trata. La ley de inmigración existente en Europa es clara evidencia de esto. “Vos que sos negro, pobre, suramericano o asiático no entres a mi continente a robarle los puestos de trabajo a la gente digna que realmente los necesita”, pareciera ser la doctrina ideológica de la ley.
La práctica etnocéntrica es y, más que nada fue, el condimento ideal para apoderarse del mundo con total aprobación del Stablishment. La mina de Potosí puso en marcha al Capitalismo, sin importar que dentro de ella murieron millones de aborígenes. África aportó al sistema millones de esclavos, y más de miles de millones de muertos, que, con sus manos, abarataron los costos de producción, hasta que la máquina los reemplazó y el sistema los excluyó. La justificación fue clara: el “indio” y el “negro” son inferiores, no merecen la vida de los superiores, es más, deben “trabajar” para ellos.
Estas prácticas etnocéntricas aún perviven, los prejuicios dominan a los actos racionales y generan perjuicios por doquier. Las empresas multinacionales encargadas de generar más exclusión y más discriminación, ofrecen productos alterando el esquema medio-fin. Esquema nuevo que genera una necesidad por parte de la sociedad de consumir ya que crea una imagen estereotipada y simplista de lo que es mejor o peor para la sociedad humana entera. De esta manera, el pobre excluido que no puede obtener tales beneficios queda aún más alejado de cualquier esperanza de progreso. Pero ya se sabe: “el pobre es pobre y por algo es así”, manifestaría una visión simplista. Mientras tanto, las empresas multinacionales se siguen adueñando del mundo: un chico desnutrido en África es muy probable que no posea cobertura social, pero seguro puede refrescarse con una Coca Cola. “Si me pedís que vuelva otra vez donde nací yo pido que tu empresa se vaya de mi país y así será de igual a igual”, podrían cantar a coro los excluidos del mundo.
Hace poco, en el discurso que dio Eduardo Galeano al ser homenajeado como primer ciudadano ilustre del Mercosur, citó a una boliviana que se había alzado durante una asamblea de mineros. Ella, Domitila Barrios, expresó: “Quiero decirles estito –había dicho–. Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro”. Es el miedo el que no nos deja levantarnos ante los prejuicios, es el miedo el que desaprobó la resolución 125, el miedo a que los pobres dejen de ser pobres. El miedo que nos causa pensar cómo sería el mundo sin exclusión, sin manifestaciones racistas. El miedo que aleja a la gente del cambio, el miedo que debemos vencer si queremos que la próxima generación que tenga que buscar noticias sobre discriminación lo haga con una brecha temporal de 10 años, no de 6 meses.

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