domingo, 1 de enero de 2012

El sueño en vida













En alguna de las tantas mañanas que tuvo un abril, Jefren Castillo se despertó de su sueño con la idea de que había abierto los ojos para algo. Los segundos que le siguen al despertar suelen confundir el estado de vigilia con el del sueño. Muchas veces se piensa que el viaje onírico continúa, hasta que al visualizar las paredes, la ventana, la puerta y el sentir que se está acostado en su cama, vuelven a poner las cosas en orden, o por lo menos ayudan a eso.
Generalmente, luego de levantarse de su cama, se dirige a la cocina para desayunar. En eso se encontró con su madre.
-Te noto raro hijo ¿que pasó?
-Nada, tuve un sueño raro. Soñé que salía a limpiar el bote como todas las mañanas para ir a pescar y una mujer se apareció de la nada en la proa y me dijo que del otro lado de la isla estaba su hermana que necesitaba ayuda. El yate de su familia había sido atacado por unos piratas que destrozaron la embarcación y solo quedaba una parte en la que dice que sigue viva su hermana, eso fue lo último que vio esta mujer antes de morir.
En eso interrumpe la madre el relato de su hijo y le da la taza de café que seguramente había estado esperando. Lo toma rápido y se va al bote, como todas las mañanas.
Ya en la orilla del lago Gineria, desenrolla la cuerda que amarraba el bote con el puerto, y mientras prepara la carnada y revisa el maletín, la embarcación se aleja lentamente en búsqueda de los cotidianos peces.
Con la sensación que le había provocado el sueño, se daba vuelta esperando ver a esa mujer. Tantas veces giró su cabeza con la idea de ver esa imagen, que la terminó viendo cuando volvía para su casa luego de haber pescado para toda la semana. Era ella. La misma que había soñado. Y la misma que le contó la misma historia.
Así fue que esa figura que parecía humana, con cabello largo despeinado color negro, con una camisón rasgado y sucio, se le acercó caminando descalza por el bote. “Ayuda a mi hermana, antes de morir sentí que ella respiraba, está atascada en las escaleras del barco, no la pudieron ubicar los piratas. Te pido por favor que hagas lo que no pude hacer yo, salvarla”. Sorprendido, el pescador reacciona como ya sabiendo lo que iba a pasar en esa historia y apurado regresa a su casa para buscar algún elemento que le pueda llegar a servir. Agarra un gancho, un viejo fusil y se manda en la búsqueda de la desconocida de su sueño que lo mantiene desvelado.
Tira de la cuerda y arranca el motor en dirección a la isla, guiado por este ser que aparentemente había muerto horas antes intentando salvar a su hermana. Ya en ella amarra en la orilla su bote y le pregunta, aún con la duda de saber si estaba bien hacer lo que estaba haciendo, dónde estaba su hermana y qué había que hacer. A lo que responde esta alma en pena que el camino recién iba a comenzar. Había que buscar el barco del otro lado del lago, donde lo esperaba un puñado de piratas coleccionistas de muerte y destrucción. Ella solo le podía desear buena suerte, hasta ahí había llegado su jurisdicción.
La isla de unos quince mil metros era el peor desafío para alguien que quería llegar al otro lado, por su laberinto de árboles y pantanos. Se guío por la luz del sol, los árboles eran muy finitos y marcaban la misma sombra si se dirigía en una sola dirección, que era la que buscaba. Así fue que encontró lo que quedaba del barco, un grupo de piratas se divertían comiendo lo que había dentro de la embarcación, lo que le hizo más fácil la tarea de enfrentarlos al aplastarlos con una roca gigante que movió cavando la superficie en donde estaba apoyada. Desorientados, los que salían del barco con nuevas provisiones, se dispersaron pero no pudieron escapar de la mira de su fusil y de la maña de sus ganchos.
Empujado por la extraña sensación de haber estado viviendo un sueño y de saber de qué se trataba, siguió adelante, ahuyentando a todo pirata que se le ponía adelante. Así fue que llegó al barco. Antes de partir, la mujer del camisón roto le había dicho que la buscara entre las escaleras del camarote. Gracias a su conocimiento de embarcaciones, llegó rápido al lugar indicado. Pero no estaba. La buscó hasta inventando lugares. Desconsolado decide irse. Se tropieza. Gira. Ve una manija. Se levanta. Se va… Pero vuelve. Intenta levantar esa manija. Y ahí estaba. Dormida o muerta. Dormida. Tenía la cara tapada por el pelo largo, despeinado, su ropa estaba rasgada por algún forcejeo, sucia por el lugar donde estaba. Se van.
Ya en el barco la despierta, le da agua y se sorprende, primero por su belleza y segundo por su semejanza a la chica del sueño, la que lo guió hasta la isla.
- Me llamo Lucille. Sabía que alguien iba a tener la valentía de venirme a buscar. No se cómo te lo voy a poder agradecer.
Jefren no contesta. La consuela, la abraza y la abriga con una manta que tenía en el bote. Lo que no entiende es quién es esa mujer. Le pregunta y ella contesta.
- Queríamos que fuese unas vacaciones distintas con mi familia, mis padres y mi hermano menor. Lamentablemente unos piratas se nos pusieron en el camino, mi padre se resistió, pero nada pudo hacer. Mi hermano me dijo que me meta en ese espacio secreto, fue la última vez que lo vi. En el camino me desmaye por unos minutos, por suerte no me encontraron y al despertarme me fui a donde me habían dicho.
- ¿No tenés hermana?
- No. Hermano.
Dicen que las almas antes de dejar este mundo hacen un intento de pedir ayuda. Quizás fue uno de esos intentos con el que se cruzó Jefren al volver de su trabajo
La valentía de quien para su madre era Jefren y para el barrio “el pescador de la esquina”, le había dado una etiqueta más a su existencia. Para Lucille, era el héroe de su aventura y quería que fuese el padre de sus hijos y el marido en su matrimonio. Se lo dijo como un chiste, entre las tantas charlas que tuvieron en el viaje de regreso. Pero la instantánea atracción lo fijó en un hecho.
Jefren lo tomó como si fuese un sueño, casarse con una mujer como Lucille y volver a su casa con un cofre de oro que había recogido en el camino al barco. Y así fue como volvió, ante la sorpresa de su madre y del pueblo, que lo reconoció como el “pescador de los milagros de oro”, título bastante banal y que seguramente habrá pensado en omitirlo cuando tuviera que contarles esa historia a sus nietos, si es que el despertador no sonó antes.

Haciendome pasar como formalista ruso: i, X, R, T, C, N*, l

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